Érase una vez un rey llamado Dionisio I (El Viejo), soberano de Siracusa. En ese tiempo la ciudad era griega y la más importante de la gran isla de Sicilia.
Vivía en un suntuoso palacio en donde las riquezas abundaban,
en especial por las obras de arte, el lujo, la exquisita y fina cocina,
las lindas mujeres y el refinamiento de los cortesanos.
Contaba, además, con criados y esclavos solícitos a sus mínimos requerimientos. Había mucha gente que lo envidiaba por el poder que ostentaba y por su incalculable fortuna.
Uno de ellos era Damocles, un cortesano que se dedicaba a la intriga, al ocio, y en especial a envidiar a su rey, uno de sus mejores amigos.
-¡Qué afortunado eres; cuentas con todo lo que un ser humano puede aspirar! Dudo que exista alguien más feliz que tú-, solía repetirle al rey.
Dionisio, quien adolecía de muchos defectos, sí odiaba la envidia y estaba aburrido de oír día a día las aparentes adulaciones, que eran una expresión velada de resquemor.
-¿En verdad, Damocles, crees que soy más feliz que los demás?
Damocles, que pensaba que la felicidad consistía en el tener y en el poder, le respondió:
-Sí, en verdad creo que eres no sólo el más feliz de nosotros, sino el más feliz del mundo.
Si te gusta tanto esto, ¿por qué no cambiamos de lugar por un día?
-Sólo en sueños lo había pensado,
mi rey. Sí, me encantaría disfrutar de tus placeres y riquezas aunque
sea sólo por un día y al igual que tú, no tener ninguna preocupación .
-Está bien. Cambiemos; tú serás el rey y yo el cortesano; pero sólo por un día.
Así lo convinieron para el día siguiente. La corte y los criados quedaron de tratar a Damocles como si fuera el rey. Le colocaron la corona de oro y diamantes y le pusieron el manto real.
Damocles se hizo servir en la sala de banquetes, los mejores vinos y la más deliciosa comida. Al escuchar la música, dedicada a él, al sentirse halagado y admirado, no pudo menos que pensar que era el hombre más feliz del mundo.
-Esto si que es vida-, le dijo al rey, quien estaba sentado al otro extremo de la mesa. Estoy disfrutando como nunca.
Al beber el mejor de los vinos en una copa de oro, miró hacia lo alto. ¿Qué era lo que pendía de arriba, un objeto cuya punta casi le tocaba la cabeza? Sobre su cabeza pendía una afilada espada, atada al techo por un delgado hilo. El brillo de ésta casi le impedía ver.
Las manos le temblaban de tal manera, que derramó parte del contenido de su copa. Como pudo, hizo acallar la música y sólo con
la mirada desdeñaba los ricos manjares que iban sirviéndole.
No se atrevía a huir, aunque era su único anhelo. Tenía pánico de mover hasta las cejas. El hilo era demasiado delgado; bastaba
un pequeño vaivén para que se cortara y se enterrará en su cabeza.
-Amigo, ¿qué te pasa?- preguntó Dionisio. -Da la impresión que nada te interesa. Hiciste callar la música, derramaste la copa de vino y hasta has perdido el apetito.
¿Acaso no ves la espada pendiendo de un hilo sobre mí? -, preguntó Damocles.
-Sí, claro que la veo. Siempre pende sobre mi cabeza. La veo a cada instante. Siempre está el peligro de que caiga, no sólo por su propio peso, sino que el hilo sea cortado por alguien. Puede ser un asesor envidioso de mi poder que quiera asesinarme. También puede ser alguien que quiera derrocarme propagando mentiras en mi contra. Puede suceder que un reino vecino venga a atacarnos, me asesine para quitarme el trono y así extender su poderío. Asimismo, puedo equivocarme en alguna de mis decisiones y esto provoque mi caída.
-Mira Damocles-, continuó el rey, -si quieres ser monarca, tienes que estar dispuesto a aceptar estos riesgos que son parte del poder.
Damocles, muy asustado, apenas se atrevía a responder. Veía la espada y se atragantaba de miedo.
-Rey mío, ahora veo que estaba equivocado. Además de la riqueza, el poder y la fama, tienes mucho que hacer, mucho en que pensar. Por favor, ocupa tu lugar y déjame volver a casa. Ese es mi anhelo supremo.
Damocles, al salir del palacio, con el paso cada vez más firme, corriendo y hasta casi volando, lo único que deseaba era abrazar
a su sencilla esposa y valorar su interioridad. Lo mismo pensaba hacer con su hijo.
Ahora sí les iba a inculcar con su propio testimonio de vida, que los valores no se sostienen en el poder ni en el tener.
La espada de Damocles es una frase acuñada en alusión a este cuento para ejemplificar la inseguridad en que se instalan aquellos que ostentan un gran poder, pues no sólo pueden perderlo de golpe, sino todo lo demás, incluida la vida.
La espada de Damocles, del pintor Richard Westall (1812)