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En el judaísmo y el cristianismo, el temor de Dios es uno de los dones del Espíritu Santo, el cual inspira reverencia de Dios y temor de ofenderlo, y aparta del mal al creyente, moviéndolo al bien. Es el don que nos salva del orgullo sabiendo que lo debemos toda a la misericordia divina. Por el temor de Dios se llega al sublime don de la sabiduria.[1]
El temor puede ser saludable, hay un temor propio y otro impropio. El temor puede hacer que la persona proceda con la debida cautela frente al peligro y de este modo evite la calamidad; o puede ser mórbido y acabar con la esperanza, lo que debilita la resistencia emocional y puede llegar al extremo de ocasionar la muerte. El temor de Dios es saludable; consiste en un sentimiento de profunda reverencia hacia el Creador, y es un temor sano de desagradarle por el aprecio que se tiene a su amor leal y bondad, y debido también al reconocimiento de que es el Juez Supremo y el Todopoderoso, Aquel que puede castigar o destruir a los que le desobedecen.
Se describen dos clases de temor de Dios: el temor filial y el servil. El temor de Dios filial es aquel por el que se detesta el pecado o se aparta de él, no por las penas con que son castigados los pecadores, sino porque aquello es una ofensa a Dios, algo que le desagrada a Él. Por otra parte, temor servil es el que evita el pecado por la pena que lleva consigo. Es decir, como dice San Basilio, "hay tres estados en los que se puede agradar a Dios. O bien hacemos lo que agrada a Dios por temor al castigo y entonces estamos en la condición de esclavos; o bien buscando la ventaja de un salario cumplimos las órdenes recibidas en vista de nuestro propio provecho, asemejándonos así a los mercenarios; o finalmente, hacemos el bien por el bien mismo y estamos así en la condición de hijos".[2]
Por otra parte, el Eclesiástico precisa qué se entiende por temor del Señor. No se trata de un sentimiento que aturde y agobia, que provoca rigidez mental o pequeñez de espíritu, anulando la voluntad. El temor del Señor nace más bien de la mirada clara que lleva a descubrir que sólo el Señor es digno del servicio del hombre; sus palabras, las únicas a las que se puede hacer caso; sus caminos, los únicos que vale la pena seguir; su ley, la única que merece sumisión. Al mismo tiempo, el Señor es el único ante el cual puede humillarse el hombre. El es el único Señor verdadero, como - de acuerdo al judaísmo y al cristianismo- lo ha demostrado con su inalterable y continua fidelidad a la confianza que los hombres han puesto en Él. Solamente de Él, y de nadie más, se puede decir que «es clemente y misericordioso, perdona el pecado y salva del peligro» Sin embargo, según la fe católica, el temor del Señor es el único camino por el que el hombre llega a ser libre y a liberarse por completo.[3]
El temor de Dios, bíblicamente:
- El temor de Dios trae confianza y seguridad a los que andan en integridad (Proverbios 14:26-27)
- El temor de Dios es aborrecer el mal (Proverbios 8:13)
- El temor de Dios es sabiduria (Job 28:28; Proverbios 1:7; 9:10)
El temor de Dios es una actitud de reverencia y respeto hacia Dios, que pasa progresivamente por las siguientes etapas:
- Una conciencia de que Dios es el dueño de nuestras almas, y tiene el poder de otorgarnos la salvación eterna o condenarnos a la destrucción. Aunque la motivación que genera este temor es completamente egoísta, es preferible a no tener ningún temor de Dios.
- Una conciencia de que Dios está permanentemente mirando todo lo que pensamos, decimos y hacemos, y que El tiene el poder para premiarnos o castigarnos de acuerdo a nuestra conducta; lo cual nos debería motivar a ser cuidadosos y apartarnos del mal.
- Un deseo consciente y permanente de agradar a Dios en todo lo que hacemos y no ofender Su santidad.
- Un reconocimiento humilde de que El es Dios y nosotros somos Sus criaturas, y por lo tanto, El es digno de ser temido y reverenciado.
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