Editorial | 18/03/2013 |
Maduro sin oficio
Algo sí sabemos del oficio principal de Maduro. El de mostrar que él es la oveja clonada de Chávez. Su reencarnación. Su hijo, su hermano, su hechura, su Pedro y piedra, su poseso, su llanto eterno y agregue usted cualquier otro símil. No hay día que no sume alguna novedad a su sacerdocio del culto y el ritual mortuorio inacabable, tan notable como el tráfico de influencias celestial de Chávez en el nombramiento del Papa Francisco
FERNANDO RODRÍGUEZ
No solo constitucionalmente sino política y hasta existencialmente la figura de Maduro ha sido muy ambigua desde que fuera ungido como sucesor por el que se fue.
Ambiguas fueron sus relaciones con Chávez moribundo, poco verosímiles por decirlo con prudencia, hasta el punto de que nadie tiene muy claro quién decidía qué o cuánto de los asuntos nacionales en esos misteriosos meses en que el Caudillo era invisibilidad y silencio.
También lo fueron con los jerarcas cubanos, hasta el punto de que se puso de moda la palabra soberanía y algunos llegaron a concebirlo como un mandadero de los envejecidos barbudos.
Amén de que era vicepresidente de un Presidente fantasmático por obra y gracia de la extravagante decisión de un Tribunal Supremo experto en acrobacias jurídicas con pocos antecedentes conocidos.
Pero después de la muerte de Chávez, cuando las cosas podrían ser al menos algo más simples, no ha sido así. Alguien, perdonen la imprecisión, le nombró una especie de acompañante infaltable, no se sabe si tutor o guardaespaldas político, Diosdado, que comparte con él los sitiales, las pantallas y la campaña electoral y, supone uno, le regula decisiones de Estado.
Por otro lado, hay una especie de equipo económico que goza de una autonomía inusual, probablemente para pagar los costos de un desbarajuste y una parálisis económica que anuncian tempestades prontas e inclementes y, seguramente, para paliar la imposibilidad del personaje de asumir un discurso legitimador de asuntos demasiado complicados, como devaluaciones aplaudidas por el Fondo Monetario Internacional, el diablo en persona; deudas públicas ciclópeas; agrestes numeritos de déficit fiscal o índices desbocados de inflación y escasez.
Pero, sobre todo, existe un ente misterioso, novedosísimo, postchávez, el Comando Político-Militar, sin estatus institucional y domicilio conocidos, del cual solo sabemos que está constituido por el cogollo del PSUV y el alto mando militar, y que a no dudar, dada la contextura de sus componentes, debe tener la penúltima y la última palabra en las cuestiones de mayor monta sobre el destino de la república.
De manera que cuesta imaginar qué pedazo de la torta de la administración del Estado le corresponde al Ungido, en todo caso no debe ser muy grande. No hemos nombrado, exprofeso, al grueso del tren ministerial porque ni ellos se nombran a sí mismos.
Pero algo sí sabemos, ad nauseam, del oficio principal de Maduro. El de mostrar que él es la oveja clonada de Chávez. Su reencarnación. Su hijo, su hermano, su hechura, su Pedro y piedra, su poseso, su llanto eterno y agregue usted cualquier otro símil.
No hay día que no sume alguna novedad a su sacerdocio del culto y el ritual mortuorio inacabable, tan notable como el tráfico de influencias celestial de Chávez en el nombramiento de Francisco I.
O el desaguisado de momificarlo que terminó en la más emblemática muestra de ineficiencia de este régimen ineficiente por naturaleza, incluidos en ella los geniales médicos cubanos y los auxilios espirituales multirreligiosos que lo rodean.
En síntesis, el haber hecho la proeza de delegar en el ausente una campaña electoral para la cual él no cuenta, lo cual no deja de ser el trillado tratar de vender gato por liebre, el asumir, todas las cuentas hechas, y esta vez con toda propiedad, la inerte inmovilidad e impasibilidad de las momias.
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